El paisajismo es, sin duda, el género pictórico más popular. Tanto es así que, para mucha gente, pintura al óleo significa, en primer lugar paisaje y, ya después, «naturaleza muerta», «figura», etc., si seguimos la clasificación clásica de este sistema.
En otro caso, la representación del paisaje en un soporte bidimensional y de forma autónoma aunque en su pleno sentido es una adquisición moderna, como motivo o fondo existe, prácticamente desde los inicios del arte: sea en el antiguo Egipto o entre los griegos y, no hace falta decirlo, en el espléndido muralismo romano que nos ha llegado, fundamentalmente, a través de Pompeya.
Con los inicios del ciclo moderno de pintura, como es bien sabido, Catalunya – así como Baleares y la Comunidad Valenciana-, aportan a este género algunos de los mejores pintores y, incluso, se genera la llamada Escuela de Olot, la Barbizon catalana, que aún hoy es el gran referente de la pintura basada en el territorio tangible.
La escuela fundamental, tiene, sin embargo, una continuidad «lógica» en el Pla de l’Estany: no sólo por continuidad geográfica, sino también porque hay modelos de paisajes compartidos: pequeñas montañas y llanuras, pequeños campos cultivados de lujo, verde primaveral o dorado otoñal.
Pero, además – en el caso bañolense, con un rasgo específico: el lago de Banyoles y Porqueres, que configura los datos de un paisaje lacustre propio y considerado de acreditada belleza. Es, como quien dice, un paisaje para ser abarcado sensualmente con la mirada y, por supuesto, para ser pintado.
No es extraño, pues, que en este entorno trabajara el «mítico» Pigem y, ya más es esta parte, el no menos mítico Joan de Palau, originador de una saga que, afortunadamente, está ahora en su estallido.
Aquí tenemos, pues, como fruto de todo este sólido sustrato, Palaujuncà, de entrada una obra singular debido a que es hecha a cuatro manos. Y, además, aparte de tiempo florales, de escenas locales o de mercado, domina constantemente la exaltación paisajística del estanque – que es tal como, de forma genuina, los bañolenses llaman el «lago», palabra que en este contexto es más literaria que real.
Este estanque menudo es vislumbrado en medio de la neblina de las veladuras y de la pincelada evanescente, sin espesor y al servicio de un cromatismo moderado. De este modo, parece que los momentos más queridos por Palaujuncà son los del otoño y el invierno – estaciones en las que, ciertamente, el lago ofrece algunos de sus secretos plásticos más profundos.
La pintura de Palaujuncà capta no sólo los momentos, la estación y el cromatismo vaporoso, sino también el alma de un paisaje muy conocido, pisado, plasmado en la tela y amado. Un paisaje vez mutante pero inmutable en los datos formales de su representación plástica.
Esta pintura, aunque tiene una presencia que casi podemos calificar de ingrávida, es, sin embargo, laboriosamente y hasta densamente trabajada, a pesar de la sutileza evanescente de las pinceladas.
El estaño, y sus entornos, igualmente, se convierten en la fórmula de Palaujuncà, un paisaje de los sentidos, donde flota el ideal de un paisaje perfecto y sin máculas, más allá, incluso, de las vicisitudes o los estragos del tiempo o de la intervención humana: agua, árboles, reflejos, colinas, Celistia en un estado puro y vibrátil.
– Jaume Fàbrega (AICA)